Stranger, stranger in a strange land
He look at me like I was the one who should run
I watched as he watched us get back on the bus
I watched there it was
The way it was there
He was with us
U2, Stranger in a strange land.[1]
Hace muchos años cuando la novedad de dejar el ambiente controlado del colegio para (supuestamente) pasar a la libertad de pensamiento, palabra y acción que significaban la vida universitaria, me encontré frente a múltiples discursos terminológicos que develaban un mundo complejo de historias, aventuras y mundos desconocidos, donde la vida citadina se enfrentaba a “lo desconocido”.
En ese momento, mi vida giraba en torno de contrasentidos e inseguridades que a cada momento hacían que los pasos que daba hacia adelante fueran pensados una y otra vez, en búsqueda de develar el camino hacia el imaginario de conocer (muy al sentido
del primer conocimiento implorado por Castañeda) la multiplicidad de mundos que se abren al ojo humano, los misticismos que encierran las sociedades humanas y, tal vez en aquel momento, encaminarme hacia la ensoñación de obtener junto con el diploma, el sombrero y el látigo que en posteriores aventuras salvarían la vida de este mítico personaje.
Después de tantos años de escuchar múltiples elucubraciones sobre nombres extraños, teorías sistematizadoras y generalizadoras, llegando medianamente a comprender la complejidad de pensar en el ser humano como un objeto susceptible de ser estudiado y regularizado, se ha hecho evidente que ni el látigo ni el sombrero están incluidos en el paquete del pregrado pero, más importante aún, el mundo del trabajo antropológico se entremezcla (escalofriantemente) con una serie de disyuntivas, responsabilidades y honestidades que tres años atrás, debo aceptarlo, escapaban de mi campo visual sobre ser antropólogo.
En el transcurso de estos años (donde el había una vez de los cuentos de hadas posiblemente sea más adecuado para encabezar este escrito) el mundo mítico se ha ido transfigurando en un mundo de realidades insondables, de obligaciones y respetos, de conciencias y sentimientos, donde nosotros como especialistas tenemos la obligación de hacer más humano nuestro trabajo al estar capacitados (tal vez como ninguna otra disciplina académica) para comprender y acoplarnos a la naturaleza mutable de los seres humanos, entender sus procesos históricos y sociales, pero más importante aún, de vernos a nosotros mismos inmersos en las problemáticas, cotidianidades, y (¿porqué no?) de saber que nuestro trabajo tiene la oportunidad, en mayor o menor grado, de posibilitar un cambio en la historia.
Ahora bien, después de toda la diatriba de expectativas, eufemismos y utopías, se hace necesario tocar el tema del trabajo de campo como estructurante de la labor antropológica “este proceso ha creado una “persona” un tanto excéntrica que, por un tiempo, se recorta de su medio y comodidades habituales para sumergirse en un medio ajeno, frecuentemente difícil y hasta peligroso, sin ningún interés material aparente” (Guber, 2001: 118).
Durante los múltiples cursos que han hecho parte mi formación académica se ha intentado mostrar la forma correcta de realizar el trabajo antropológico donde “desde los primeros años de formación, al estudiante se le enseña que el antropólogo no es un problema y que sus disquisiciones, a veces hechas públicas, son motivo de estricto control social” (Castillejo, 2000: 19), de proponer los proyectos de investigación, la forma como se deben utilizar las herramientas metodológicas, etc., etc., etc. Para estos cursos se han planteado como herramienta evaluativa algunos “trabajos de investigación”, una que otra “observación participante”, “estudios de caso” y un seudo-documental etnográfico, pero creo que distan mucho de contar como una verdadera experiencia de campo ya que siempre he estado inmerso en la gran urbe, en las facilidades de transporte, tiempo y ubicación que implican realizar un trabajo cerca de casa y (aunque las experiencias han sido provechosas y de una u otra forma me han permitido aprender de ellas) a fin de cuentas, en ninguno de los casos se logra aquel distanciamiento de lo conocido a lo inexplorado ni establecer una relación (en todo el sentido de la palabra) con aquellas personas que han estado involucradas en los trabajos realizados.
Para retomar un poco lo que se ha visto, discutido y analizado en clase, creo que la única oportunidad en que me he visto enfrentado al desafío de un trabajo de campo un tanto alejado de la ciudad, en un medio diferente y tratando de establecer una relación de cooperación y colaboración con un grupo de seres humanos fue durante la realización del “documental” para el seminario de Etnográfica Visual[2], donde me acerque a un grupo de personas que se reunían en el municipio de La Mesa los fines de semana a tomar yagé para purificar sus cuerpos y espíritus, girando en torno a la ideología sincrética de un “chaman” no indígena que utilizaba elementos gnósticos, cristianos, hebreos e indígenas como forma de validar su practica.
Es en este momento cuando algo de lo que se ha dicho sobre el viaje, el distanciamiento y la inmersión en un ambiente desconocido han tomado alguna forma de acuerdo a mi experiencia, donde la ansiedad del “¿que pasará?” comienza a desmoronar los preceptos metodológicos que tan férreamente nos inculcan, el ver alejarse la ciudad por la ventana y como esto despierta un sinfín de extrañas sensaciones en el estómago (como aquellas con las que poéticamente describen el amor) y, muy al estilo del científico objetivo y racional de la película que poco a poco descubre que el mundo no logra ser abarcado por todos sus parámetros, que “los marcos de referencia analíticos e incluso metodológicos resultan con frecuencia ser muy limitados” (Castillejo, 2000: 20), el encontrarse con un universo de lo inesperado e incontrolable donde las teorías, planes de trabajo (y demás metodologías que buscan develar el fenómeno deseado) me llevaron a adaptar mi guión de trabajo a la escena correspondiente de la vida social.
Fue gracias a esta experiencia que me di cuenta de la necesidad de revalorar aquellas enseñanzas todopoderosas sobre la labor del antropólogo como observador distante y extraño, enfrentado a una comunidad determinada, donde el ojo inquisidor que nos enseñan a adoptar también se ve afectado por las diversas condiciones mutables del exterior haciendo que aquella posición de vouyerista se vea desmitificada, convirtiéndonos en un mortal más que busca establecer determinadas relaciones de cooperación, respeto y entendimiento frente a “ellos”.
Y fue en esta negociación de espacios, de momentos privados, de discursos y de sensaciones donde la emotividad de ser humano comenzó a trabajar en conjunción con el ojo inquisidor del antropólogo, donde la experiencia subjetiva de escuchar las enseñanzas del “chaman”, participar en el rito y en la toma se convirtió en elemento base para estructurar la narración de la experiencia social y como mecanismo de entendimiento de las realidades y discursos que este grupo manejaba. Al participar de la toma me di cuenta que las sensaciones, colores, olores, palabras y sabores constituían parte fundamental del significado de la toma del yagé, elementos que son vetados de la narración etnográfica por representar la subjetividad tan indeseada en las ciencias sociales, pero sin los cuales la intención de llevar al espectador una visión cercana a la realidad de estas personas se vería desmeritada por la imposición del discurso académico que se supone debíamos manejar, “según la lógica académica para la cual la razón es el principal vehiculo y mecanismo elaborador de conocimiento, la pasión, los instintos corporales y la fe “no tienen razón de ser “ (…) la emoción es el anti-método que nos aleja del conocimiento ecuánime y objetivo, tornando sospechosa, como vimos a la participación” (Guber, 2001: 109).
Para el momento de organizar las imágenes recolectadas, de buscar plasmar las múltiples experiencias vividas y escuchadas en un orden que significara algo para los que serian los espectadores, jueces y verdugos de aquel trabajo, nos enfrascamos en interminables discusiones con mi compañero de trabajo y mi amiga (que hacia el papel de creativa de edición, por llamarlo de algún modo, gracias a quien se logró hilvanar algo medianamente coherente) sobre aquello que cada uno consideraba relevante, necesario o representativo de la vivencia sobre la toma de yagé. Estas diatribas de noches enteras en vela, de humo de cigarrillo en el ambiente y cafeína inundando los múltiples sistemas del cuerpo humano, nos permitieron entender que el discurso no debía salir de nuestra voz hegemónica como investigadores, ni de nuestra visión celestial multifocal de la practica como tal, sino que debía salir de las voces de cada una de las personas que quisieran aportarnos su testimonio y su imagen en la elaboración del video.
Creo que el hecho de no hablar por los “otros” nos permitió darle al espectador una imagen mas directa del significado que tenia para estas personas el tomar yagé, menos mediatizada por las opiniones de cada uno de nosotros sobre este hecho y, personalmente me llevo a aceptar la necesidad de entender que el trabajo de campo en la antropología hace mucho tiempo debió dejar atrás la “higiene” pretendida en la presentación de los hechos, que llega a un punto tal de llevar al investigador a lo más alto del Olimpo, lugar desde el cual logra entretenerse con el panóptico de la realidad mortal sin tener que ensuciarse las manos con su propia humanidad, simplemente (y al estilo de Cine Colombia) sentarse en su poltrona, mantener a mano su libreta, su lápiz y, porqué no, unas críspelas de microondas para disfrutar del espectáculo.
______________________________________________________________________
Bibliografía:
Castillejo, Alejandro. 2000. “Los Limites de la Disciplina: El Investigador Como Escéptico”, en Poética de lo Otro: Antropología de la Guerra, la Soledad y Exilio Interno en Colombia. Bogotá: Conciencias – Icanh.
Castillejo, Alejandro. 2005. “El Antropólogo como Otro: Conocimiento, Hegemonía y el Proyecto Antropológico” en Antípoda No. 1 (Julio – Diciembre): 12 - 37
Guber, Rosana. 2001. “Breve Historia del Trabajo de Campo”, en La Etnografía: Método, Campo y Reflexividad. Bogotá: Norma.
_____________________________________________________________________
[1] Tomado de http://www.lyricsfreak.com/u/u2/stranger+in+a+strange+land_20141458.html
[2] Los Yagénautas. Documental realizado entre Febrero y Mayo de 2006.
He look at me like I was the one who should run
I watched as he watched us get back on the bus
I watched there it was
The way it was there
He was with us
U2, Stranger in a strange land.[1]
Hace muchos años cuando la novedad de dejar el ambiente controlado del colegio para (supuestamente) pasar a la libertad de pensamiento, palabra y acción que significaban la vida universitaria, me encontré frente a múltiples discursos terminológicos que develaban un mundo complejo de historias, aventuras y mundos desconocidos, donde la vida citadina se enfrentaba a “lo desconocido”.
En ese momento, mi vida giraba en torno de contrasentidos e inseguridades que a cada momento hacían que los pasos que daba hacia adelante fueran pensados una y otra vez, en búsqueda de develar el camino hacia el imaginario de conocer (muy al sentido
del primer conocimiento implorado por Castañeda) la multiplicidad de mundos que se abren al ojo humano, los misticismos que encierran las sociedades humanas y, tal vez en aquel momento, encaminarme hacia la ensoñación de obtener junto con el diploma, el sombrero y el látigo que en posteriores aventuras salvarían la vida de este mítico personaje.
Después de tantos años de escuchar múltiples elucubraciones sobre nombres extraños, teorías sistematizadoras y generalizadoras, llegando medianamente a comprender la complejidad de pensar en el ser humano como un objeto susceptible de ser estudiado y regularizado, se ha hecho evidente que ni el látigo ni el sombrero están incluidos en el paquete del pregrado pero, más importante aún, el mundo del trabajo antropológico se entremezcla (escalofriantemente) con una serie de disyuntivas, responsabilidades y honestidades que tres años atrás, debo aceptarlo, escapaban de mi campo visual sobre ser antropólogo.
En el transcurso de estos años (donde el había una vez de los cuentos de hadas posiblemente sea más adecuado para encabezar este escrito) el mundo mítico se ha ido transfigurando en un mundo de realidades insondables, de obligaciones y respetos, de conciencias y sentimientos, donde nosotros como especialistas tenemos la obligación de hacer más humano nuestro trabajo al estar capacitados (tal vez como ninguna otra disciplina académica) para comprender y acoplarnos a la naturaleza mutable de los seres humanos, entender sus procesos históricos y sociales, pero más importante aún, de vernos a nosotros mismos inmersos en las problemáticas, cotidianidades, y (¿porqué no?) de saber que nuestro trabajo tiene la oportunidad, en mayor o menor grado, de posibilitar un cambio en la historia.
Ahora bien, después de toda la diatriba de expectativas, eufemismos y utopías, se hace necesario tocar el tema del trabajo de campo como estructurante de la labor antropológica “este proceso ha creado una “persona” un tanto excéntrica que, por un tiempo, se recorta de su medio y comodidades habituales para sumergirse en un medio ajeno, frecuentemente difícil y hasta peligroso, sin ningún interés material aparente” (Guber, 2001: 118).
Durante los múltiples cursos que han hecho parte mi formación académica se ha intentado mostrar la forma correcta de realizar el trabajo antropológico donde “desde los primeros años de formación, al estudiante se le enseña que el antropólogo no es un problema y que sus disquisiciones, a veces hechas públicas, son motivo de estricto control social” (Castillejo, 2000: 19), de proponer los proyectos de investigación, la forma como se deben utilizar las herramientas metodológicas, etc., etc., etc. Para estos cursos se han planteado como herramienta evaluativa algunos “trabajos de investigación”, una que otra “observación participante”, “estudios de caso” y un seudo-documental etnográfico, pero creo que distan mucho de contar como una verdadera experiencia de campo ya que siempre he estado inmerso en la gran urbe, en las facilidades de transporte, tiempo y ubicación que implican realizar un trabajo cerca de casa y (aunque las experiencias han sido provechosas y de una u otra forma me han permitido aprender de ellas) a fin de cuentas, en ninguno de los casos se logra aquel distanciamiento de lo conocido a lo inexplorado ni establecer una relación (en todo el sentido de la palabra) con aquellas personas que han estado involucradas en los trabajos realizados.
Para retomar un poco lo que se ha visto, discutido y analizado en clase, creo que la única oportunidad en que me he visto enfrentado al desafío de un trabajo de campo un tanto alejado de la ciudad, en un medio diferente y tratando de establecer una relación de cooperación y colaboración con un grupo de seres humanos fue durante la realización del “documental” para el seminario de Etnográfica Visual[2], donde me acerque a un grupo de personas que se reunían en el municipio de La Mesa los fines de semana a tomar yagé para purificar sus cuerpos y espíritus, girando en torno a la ideología sincrética de un “chaman” no indígena que utilizaba elementos gnósticos, cristianos, hebreos e indígenas como forma de validar su practica.
Es en este momento cuando algo de lo que se ha dicho sobre el viaje, el distanciamiento y la inmersión en un ambiente desconocido han tomado alguna forma de acuerdo a mi experiencia, donde la ansiedad del “¿que pasará?” comienza a desmoronar los preceptos metodológicos que tan férreamente nos inculcan, el ver alejarse la ciudad por la ventana y como esto despierta un sinfín de extrañas sensaciones en el estómago (como aquellas con las que poéticamente describen el amor) y, muy al estilo del científico objetivo y racional de la película que poco a poco descubre que el mundo no logra ser abarcado por todos sus parámetros, que “los marcos de referencia analíticos e incluso metodológicos resultan con frecuencia ser muy limitados” (Castillejo, 2000: 20), el encontrarse con un universo de lo inesperado e incontrolable donde las teorías, planes de trabajo (y demás metodologías que buscan develar el fenómeno deseado) me llevaron a adaptar mi guión de trabajo a la escena correspondiente de la vida social.
Fue gracias a esta experiencia que me di cuenta de la necesidad de revalorar aquellas enseñanzas todopoderosas sobre la labor del antropólogo como observador distante y extraño, enfrentado a una comunidad determinada, donde el ojo inquisidor que nos enseñan a adoptar también se ve afectado por las diversas condiciones mutables del exterior haciendo que aquella posición de vouyerista se vea desmitificada, convirtiéndonos en un mortal más que busca establecer determinadas relaciones de cooperación, respeto y entendimiento frente a “ellos”.
Y fue en esta negociación de espacios, de momentos privados, de discursos y de sensaciones donde la emotividad de ser humano comenzó a trabajar en conjunción con el ojo inquisidor del antropólogo, donde la experiencia subjetiva de escuchar las enseñanzas del “chaman”, participar en el rito y en la toma se convirtió en elemento base para estructurar la narración de la experiencia social y como mecanismo de entendimiento de las realidades y discursos que este grupo manejaba. Al participar de la toma me di cuenta que las sensaciones, colores, olores, palabras y sabores constituían parte fundamental del significado de la toma del yagé, elementos que son vetados de la narración etnográfica por representar la subjetividad tan indeseada en las ciencias sociales, pero sin los cuales la intención de llevar al espectador una visión cercana a la realidad de estas personas se vería desmeritada por la imposición del discurso académico que se supone debíamos manejar, “según la lógica académica para la cual la razón es el principal vehiculo y mecanismo elaborador de conocimiento, la pasión, los instintos corporales y la fe “no tienen razón de ser “ (…) la emoción es el anti-método que nos aleja del conocimiento ecuánime y objetivo, tornando sospechosa, como vimos a la participación” (Guber, 2001: 109).
Para el momento de organizar las imágenes recolectadas, de buscar plasmar las múltiples experiencias vividas y escuchadas en un orden que significara algo para los que serian los espectadores, jueces y verdugos de aquel trabajo, nos enfrascamos en interminables discusiones con mi compañero de trabajo y mi amiga (que hacia el papel de creativa de edición, por llamarlo de algún modo, gracias a quien se logró hilvanar algo medianamente coherente) sobre aquello que cada uno consideraba relevante, necesario o representativo de la vivencia sobre la toma de yagé. Estas diatribas de noches enteras en vela, de humo de cigarrillo en el ambiente y cafeína inundando los múltiples sistemas del cuerpo humano, nos permitieron entender que el discurso no debía salir de nuestra voz hegemónica como investigadores, ni de nuestra visión celestial multifocal de la practica como tal, sino que debía salir de las voces de cada una de las personas que quisieran aportarnos su testimonio y su imagen en la elaboración del video.
Creo que el hecho de no hablar por los “otros” nos permitió darle al espectador una imagen mas directa del significado que tenia para estas personas el tomar yagé, menos mediatizada por las opiniones de cada uno de nosotros sobre este hecho y, personalmente me llevo a aceptar la necesidad de entender que el trabajo de campo en la antropología hace mucho tiempo debió dejar atrás la “higiene” pretendida en la presentación de los hechos, que llega a un punto tal de llevar al investigador a lo más alto del Olimpo, lugar desde el cual logra entretenerse con el panóptico de la realidad mortal sin tener que ensuciarse las manos con su propia humanidad, simplemente (y al estilo de Cine Colombia) sentarse en su poltrona, mantener a mano su libreta, su lápiz y, porqué no, unas críspelas de microondas para disfrutar del espectáculo.
______________________________________________________________________
Bibliografía:
Castillejo, Alejandro. 2000. “Los Limites de la Disciplina: El Investigador Como Escéptico”, en Poética de lo Otro: Antropología de la Guerra, la Soledad y Exilio Interno en Colombia. Bogotá: Conciencias – Icanh.
Castillejo, Alejandro. 2005. “El Antropólogo como Otro: Conocimiento, Hegemonía y el Proyecto Antropológico” en Antípoda No. 1 (Julio – Diciembre): 12 - 37
Guber, Rosana. 2001. “Breve Historia del Trabajo de Campo”, en La Etnografía: Método, Campo y Reflexividad. Bogotá: Norma.
_____________________________________________________________________
[1] Tomado de http://www.lyricsfreak.com/u/u2/stranger+in+a+strange+land_20141458.html
[2] Los Yagénautas. Documental realizado entre Febrero y Mayo de 2006.
No hay comentarios:
Publicar un comentario